40 años de democracia, 40 años de crisis de representación

  Columna de opinión por Serena Méndez

  En 1983, Argentina dio fin a la última dictadura militar de la que fue víctima. La democracia se hizo nuevamente presente en nuestras tierras, y el pueblo demostró su alegría ejerciendo el derecho que hoy, en pleno funcionamiento de este régimen político, tan rechazado está siendo. Pero, ¿qué lleva a este porcentaje importante a hacerlo?

  La democracia representativa es el mecanismo por el cual los ciudadanos de un país eligen a quienes van a representarlos en todas las decisiones que deban llevarse a cabo dentro del mismo. Es esto tan bien entendido, que poco cuestionamos su funcionamiento. Y cuando hablo de cuestionar o, dicho de otro modo, reflexionar sobre el funcionamiento de nuestra democracia, me veo en la necesidad de aclarar que bajo ningún término un gobierno autoritario puede ser considerado como ideal en ningún Estado, sino que en realidad, filosofo respecto a qué entendemos por representar, y qué tan lejos estamos de ello.

  Argentina fue un país de múltiples crisis con el correr de las décadas. La vuelta de la democracia 40 años atrás, a pesar de ser un significativo logro, lejos estuvo de ser el medicamento de problemas con raíces muy complicadas de cortar. En la actualidad, las crisis siguen vigentes y amenazantes, siendo el eje de ellas la economía y la política, aunque, al menos desde mi ángulo, visualizo una que se desprende de la segunda: una crisis de representación. Puede reconocerse que, a través de los siglos, la labor del político en una democracia fue cambiando respecto a sus principios. Comparar la democracia de la antigua Atenas con la nuestra puede resultar en una confusión, pues en miles de años esta tuvo su evolución para ser, a día de hoy, un régimen político presente en gran porcentaje de países. Sin embargo, algo que puede entenderse como característica intrínseca de todo político, es que su trabajo consta de representar a sus votantes y de servir a los ciudadanos, desde un puesto que lo vuelve responsable ante los mencionados. Es de ello, exactamente, que se desprende una crisis de representación en nuestro país, la cual no solo es peligrosa, sino también muy ignorada.

  Muchos de los lectores de esta nota piensan, posiblemente, que de la palabra “político” nada bueno se rescata. El sentido peyorativo que hoy atribuimos al cargo público nace, indudablemente, de las malas (sino desastrosas, en ciertos casos) decisiones que diversos funcionarios, sean municipales, provinciales o nacionales han cometido a través de los años, como también de la falta de credibilidad que los mismos se adjudican al contradecir con sus acciones sus dichos del pasado, llevando al pueblo que los eligió a la pérdida, en muchos casos total, de la calidad de sus vidas.

  Y es que gracias a eso, estamos naturalizando el hecho de que el político causa más males que bienes, de la misma forma en que naturalizamos el votar a representantes que, posteriormente, harán todo menos representarnos a nosotros, sus votantes. Argentina se convirtió en un país donde el cargo público se volvió más rentable que muchas carreras de grado, y donde aspirar a ello no requiere en algunas circunstancias siquiera esfuerzo o “amor” por la función. La falta de represalias ante la ausencia de trabajo, los sueldos exorbitantes en el promedio de estos, la falta de vigilancia y transparencia ante las acciones que ejecuten y de justicia cuando estas contradicen las leyes no solo llevan a ver el cargo público tentador para muchos aspirantes, sino también a lo que yo veo como una paradoja: una extrema lejanía entre el político y sus votantes, entre representante y representados, entre el gobierno y la realidad que cada día vive el pueblo.

  La democracia representativa en Argentina sufre una grave crisis, la cual se sostiene en que el significado de este régimen y lo que realmente se practica es de una diferencia casi abismal. Millones de argentinos toman la decisión de no ejercer su derecho en las urnas, inclusive cuando este fue en su momento tan deseado, al no encontrar representación en las boletas o, de antemano saber, que da igual quién obtenga el poder si al tenerlo en sus manos no servirá a su pueblo sino a sus propios intereses. No hay empresa que se mantenga en pie dejando a los empleados hacer lo que deseen, pero naturalizamos este mismo hecho en el sistema político que rige en Argentina como si ejercer un cargo público tratase exactamente de eso.

  Hemos tergiversado lo que entendemos por hacer política al punto de creer que la política solo se hace en un Congreso, en un Concejo, en una Municipalidad o ejerciendo un trabajo remunerado. Muchas personas ignoran que quien hace política es también quien milita, quien influencia, quien piensa y quien enseña. Ignoramos vehementemente que hasta en un almuerzo familiar la política se encuentra más presente que en la propia Cámara de Diputados. La crisis de representación florece de la pérdida del significado de lo que es verdaderamente la política y el ser político.

  No hay lugar a dudas de que el problema que tenemos enfrente no posee soluciones rápidas ni fáciles de ejecutar. Un sistema que se encuentra en manos de quienes están capacitados meramente para perseguir sus intereses, puede ocasionarnos una sensación de resignación, dejándonos en una posición donde creemos que no somos capaces de cambiar nada.

  No obstante, creo con certeza que, a pesar de esto, el pueblo argentino tiene la última palabra mientras su voto se contemple legítimamente en las urnas. Cada persona tiene el poder de cuestionarse a sí mismo qué significa, verdaderamente, ejercer, hacer y amar la política.

  Y es que, mientras la política siga siendo un oficio en lugar de un propósito; mientras se siga ejerciendo en beneficio propio en lugar de en representación y servicio; y mientras siga siendo una mera ciencia en lugar de una pasión, toda nación estará destinada a un rotundo punto de no retorno.

 Sin embargo, si de algo estoy segura, es que mientras exista una persona que conserve su vocación a esta honorable labor, la esperanza de un verdadero cambio seguirá siempre latente.

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