Italia ya no tiene a Napolitano como Presidente. Un ejemplo de vida para las democracias del mundo libre

Italia ya no tiene a Napolitano como Presidente. Un ejemplo de vida para las democracias del mundo libre

Una larga vida dedicada al servicio público a su país, ese del que la Argentina está llena de nietos y bisnietos de sus hijos, los que llegaron aquí un día y sumaron a nuestra identidad en el crisol de identidades. Giorgio Napolitano representa lo mejor de Italia y también encarna el ideal republicano, al demócrata convencido.

Partisano a los 17 años en la lucha contra Mussolini y el fascismo, diputado cuando la República que sustituyó a los Saboya recién veía la luz y, cruzando sus 80 años, a la cabeza de un sistema parlamentario en el que el consenso es tan fundamental como difícil de obtener, Napolitano forma parte de una estirpe de políticos que dio prestigio a la Presidencia italiana, una institución no muy diferente a las Jefaturas de Estado de las monarquías constitucionales europeas: desde Enrico De Nicola, el primero, pasando por el democristiano Oscar Luigi Scalfaro, el independiente Carlo Azeglio Ciampi o el socialista Sandro Pertini, tan amigo, éste, de la naciente democracia argentina en los ´80 y al que muchos recordamos paseando por la Boca, navegando en bote por las turbias aguas del Riachuelo, ganándose el corazón de los argentinos de entonces y de sus paisanos.

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En la gaseosa, cambiante y tránsfuga política italiana, este excomunista demostró, en la última gran contingencia socioeconómica-financiera que aún azota a la península, que no eran posibles las vías populistas del Movimiento “5 Estrellas” -tan parecido al facilismo de los desgreñados barbudos de aro y coleta de “Podemos” de España o a los griegos de Syriza, quienes, por otras parte, ya están “arrugando” en sus demasías demagógicas- ni tampoco abandonarse al conformismo de permanecer cautivos de lo peor de Italia: la corrupción administrativa cuasi impune que confunde intereses personales, cuestiones judiciales particulares, negocios familiares, Estado, Gobierno y partido en un solo combo (N.R.: cualquier parecido que se encuentre con algunos de la Argentina será acertado), que representa Silvio Berlusconi. Apelando a sus escasos poderes y a sus convicciones republicanas, institucionalistas y democráticas, Napolitano fue el pilar de la estabilidad, un elemento cuya inexistencia hubiese ahondado más, hecho peores, las consecuencias de la crisis. De un solo mandoble impidió que el fantoche barato de Beppe Grillo se hiciera con el gobierno, mandó a algo parecido a una lenta agonía a “Il Cavaliere” y demostró que el sentido y la “razón de Estado” y la apertura de miras, sirven en los momentos convulsos para sostener el crédito, la confianza del mundo y las instituciones del país, básicas para tales consideraciones. Hizo racional y estable a Italia, la tercera economía de Europa, no se encerró en su círculo, no pensó en sus amigos o adeptos sino en sus compatriotas y encargó el gobierno a alguien del espectro ideológico ni siquiera parecido a lo que él piensa: Mario Monti, liberal del más puro “laissez faire, laissez passer” y católico comulgante diario y consecuente, a quien “sustrajo” de los organismos de la Unión Europea y, con estricto apego a las normas constitucionales, lo designó senador vitalicio por sus servicios al país. Así ese representante del liberalismo fue el nuevo Primer Ministro logrando, sólo por la estatura política del Presidente, que todos los grupos partidarios del Parlamento, excepto un sector de los “berlusconianos” -ya divididos por las estocadas del Jefe del Estado- y los neofascistas, le dieran su confianza, con lo que Italia comenzó a sortear obstáculos. Y cuando llegó el momento de entregar el testigo, los volátiles no se pusieron de acuerdo para reemplazarlo y aceptó un segundo mandato “pero no por mucho tiempo”. Era abril de 2013, tenía 88 años, de ellos 71 sirviendo a su país según sus convicciones. A fines de 2014 avisó de nuevo, la edad y sus achaques le estaban jugando malas pasadas y la dignidad de la Presidencia -que no es una persona sino una Institución- que simboliza a todos los italianos como Nación es superior a cualquier permanencia. Con la misma austeridad republicana y casi como una muestra más de su adhesión sin cortapisas al pluralismo y la tolerancia volvió a su romanísimo barrio llamado también: “Monti”, de donde salió para ir tanto a Montecitorio como a la colina del Quirinale o allí a donde el deber y la vocación lo llamaron. Sus vecinos de siempre le tributarán un homenaje, en la plaza de la “Madonna”, no sólo por agradecimiento sino por la alegría de que haya vuelto a casa. Es que el “caro Giorgio” cuando pocos renuncian, cuando pocos toleran, cuando pocos ponen la racionalidad política por sobre la conveniencia propia o de parcialidades, hizo lo que dijo. Todo un ejemplo para las democracias del mundo libre y particularmente para las latinoamericanas las que, con pocas excepciones, siempre están tentadas a tomar los atajos que den lugar al afán de durar. El protagonista de medio siglo de historia, el que dio seguridad institucional a Italia en horas aciagas, se fue como avisó que lo haría. Tomando a Clio de su brazo, como desde hace 55 años cuando empezaron su noviazgo y como siempre, se marchó. Cumplió. Y se marchó.

Fabio Rodríguez

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